De repente giró su cabeza, miró entre las rendijas de la ventana y vio mi mirada fijada en su desnudo cuerpo. Lejos de alarmarse su rostro pareció excitarse; sus ojos se entrecerraron, su mirada bailaba con la mía, sus labios se apretaban el uno con el otro y, lejos de gritar, esbozada algún gemido entre espasmo y espasmo. Mi presencia le incitaba a pecar. Entre tal puro color las hondas se hicieron dueñas de su superficie, el movimiento de aquella mujer hacía retorcerse a las paredes, las cuales rogaban al cielo poder ser humanas para saciar el deseo que las inundaba.
Mis manos desabrocharon mi cinturón, haciendo ese sonido metálico que tanto pareció gustarle, una de ellas fue más allá y se adentró en las profundidades de mi pantalón vaquero. Allí nos encontrábamos los dos, saciando nuestros deseos para con el otro sin tocarnos, solamente mirándonos el uno al otro y esbozando sordos gemidos.
Sus manos salieron del agua para dirigirse a su pecho, acariciándolo para mi regocijo. Una de ellas decidió aventurarse hacia la boca, mojando esos carnosos labios con la leche en la que aquella dama se encontraba sumergida. No pude evitar fijarme en cada una de las grietas de sus labios, en las arrugas que se formaban al besar sus dedos y en como caían las gotas entre ellas.
Desde aquel momento, cada que me llevo un vaso de leche a la cama, me viene el recuerdo. La leche no es solamente leche, es néctar y ambrosía de dioses.